domingo, 29 de mayo de 2011

LAS PLAZAS DE MAYO

Al abrigo del cuerpo junto a cuerpo se dormita, a ratos, en la plaza. El aire sorprende por tibio. La palabra justicia resume las pancartas.Es la casi única, incontestable consigna. ¿Nos oiremos decir yo también estuve en lo que brotó espontáneo, de semillas olvidadas?
Calcetines invisibles se han dado la vuelta y buscan nuevo acomodo para colgar bien vistosos al sol. Palpitantes voces de arena gritan con la esperanza de un paisaje distinto. Lo hacen a pesar de la inmisericorde brutalidad de los gorilas negros, de los celebrantes de anestésicas victorias. No se puede parar el viento, disimular las nuevas dunas que cambian el aspecto del desierto, que insinúan la forma de nuevos caminos. La incertidumbre no diluye el ánimo, lo acompaña.

miércoles, 18 de mayo de 2011

EL FINAL


La tormenta añade un dramatismo líquido a la despedida. Siento sobre mis manos el gélido contacto de las suyas. Nos miramos a los ojos a través del bloque de aire espeso que nos separa. La tristeza tiene un sonido puro, que vibra y se propaga unido al de la lluvia hasta llenarlo todo. No hay lágrimas ni palabras. Está todo dicho y ambos lo sabemos. Por mucho que el narrador se empeñe en alargar el capítulo final colocando entre nosotros un diálogo ya del todo inútil.

miércoles, 4 de mayo de 2011

LA CLASE DE MATEMÁTICAS

La profesora de matemáticas parece un canal por el que inteligencias extraterrestres estuvieran transmitiendo un mensaje encriptado. Ella lo escribe en la pizarra y se nota que lo vive como uno de esos placeres que aumentan con la aceleración. Los tic tic tic de la tiza al golpear la superficie verde y lisa tienen un poder hipnótico que mantiene a toda la clase callada. A mi compañero de pupitre se le nota que goza, de forma desmesurada incluso. Hay un disfrute en la comprensión de ese lenguaje que para mí es indescifrable. Números y signos que todos copian y entienden. Yo también copio, copio abismos. Ahora dejo vagar la mirada por los aburridos objetos de la clase hasta acabar en el libro que tengo abierto sobre la mesa. En hueco que se abre debajo del lomo, en esa entrada oscura veo moverse algo. Con disimulo saco la lupa de la mochila y observo con atención: es un minúsculo hombrecillo, calvo, con el cabello emparrado y gafas de culo de vaso. Lleva un teléfono antiguo en las manos, uno de esos negros, con disco de marcar. Se mueve como si buscara algo, pero sin asomo de nerviosismo. Como si encontrarlo no fuera a resolver nada. Luego se sienta en el libro, sobre una equis y deposita el teléfono a su lado. El cable que sale del teléfono se pierde en la negrura del hueco que se forma debajo del libro abierto. El tic tic de la pizarra va sonando cada vez más lejano, más extraño. Y ya ni siquiera me sorprende estar ahora agarrada del cable de teléfono, tirando de él para adentrarme en la fantástica gruta.