jueves, 31 de marzo de 2011

LOS AMOS DEL TRAPECIO

                 Trapecistas en el Raval de Barcelona

 En el circo Grusiev todos hablaban del extraordinario aplomo de los gemelos Kee, los amos del trapecio. Noche tras noche, sin red ni arneses que los protegieran de la succión del vacío, se descolgaban ante un público que observaba incrédulo sus deliciosas evoluciones pendulares. Las expresiones de alivio del público cada vezque concluía una pirueta, resquebrajaban el silencio que cuajaba el aire de la carpa. Así, colgado de la barra por los empeines, Anisiev recibía entre las suyas, las manos huesudas de Karl después de que éste hubiera realizado un doble ful, en helice. El magnesio con el que se frotaban dibujaba ligeras nubes de polvo huidizo. Era tan exacto el número que ejecutaban a diario en el trapecio, que se diría que se trataba más bien de una misma proyección holográfica. Acostumbrados a esa compenetración celular nacida en el vientre de su madre, se entregaban el uno al otro en un baile solidario que provenía de un ya lejano pacto embrionario.
Así fue durante años. Hasta el instante en el que la madre,  a miles de kilómetros de distancia de sus hijos, sintió un repentino y definitivo dolor en el pecho. Anisiev, que en ese momento cruzaba el aire, llegó a las manos de Karl dos fatales segundos tarde.

jueves, 17 de marzo de 2011

TERAPIA

                 La autora de la ilustración es Abigail Larsson

Empecé a escribir relatos terroríficos para alejar mis miedos. Al convocar temores en la ficción me libro de su obstinada compañía real. Mis personajes sufren irreparables pérdidas para que las mías duelan menos. Brotan diálogos salpicados de recuerdos negros, de cobardía antigua. He despertado a mi madre muerta, me he vengado de amantes que no me quisieron. Con esa entrega total a la ficción he quedado libre de molestas cargas anquilosadas. Pero tardé en advertir que empezaba a diluirme. Ahora ya no soy otra cosa que golpes de tecla.

domingo, 6 de marzo de 2011

EXTRAVÍO

La larguísima escalera corredera se desliza veloz por los raíles de la enorme, abigarrada librería. La empujo con fuerza. El tomo está en alguna parte, lo he visto infinidad de veces. Lo recuerdo en la estantería superior, es casi seguro, pero no lo veo. Los libros lo cubren todo y hay demasiado desorden.  Acaricio los gruesos lomos esperando que el tacto me ayude a recordar. Tengo que encontrarlo. Sé que está ahí, en algún rincón.
¿Quieres sopa? repite la voz amable.
Y yo me agarro a la silla y dejo que mi tristeza sonría un poco. Cierro los ojos, abro la boca y trago un líquido caliente que me relaja, que disuelve la espesa certeza de un nuevo extravío, la pérdida, esta vez, de la palabra sopa.