Trapecistas en el Raval de Barcelona
En el circo Grusiev todos hablaban del extraordinario aplomo de los gemelos Kee, los amos del trapecio. Noche tras noche, sin red ni arneses que los protegieran de la succión del vacío, se descolgaban ante un público que observaba incrédulo sus deliciosas evoluciones pendulares. Las expresiones de alivio del público cada vezque concluía una pirueta, resquebrajaban el silencio que cuajaba el aire de la carpa. Así, colgado de la barra por los empeines, Anisiev recibía entre las suyas, las manos huesudas de Karl después de que éste hubiera realizado un doble ful, en helice. El magnesio con el que se frotaban dibujaba ligeras nubes de polvo huidizo. Era tan exacto el número que ejecutaban a diario en el trapecio, que se diría que se trataba más bien de una misma proyección holográfica. Acostumbrados a esa compenetración celular nacida en el vientre de su madre, se entregaban el uno al otro en un baile solidario que provenía de un ya lejano pacto embrionario.
Así fue durante años. Hasta el instante en el que la madre, a miles de kilómetros de distancia de sus hijos, sintió un repentino y definitivo dolor en el pecho. Anisiev, que en ese momento cruzaba el aire, llegó a las manos de Karl dos fatales segundos tarde.