domingo, 26 de agosto de 2012

SÍNDROME DE ESTOCOLMO

Durante el día su presencia era más tolerable. Enredada en las tareas de la casa, conseguía amortiguar aquel dolor ácido que me acompañaba desde que convivía con él, después de tantos años de vida solitaria y fácil. Pero por las noches, no soportaba verme dormir tranquila. De sopetón, arañando la quietud del aire, reclamaba un espacio en mi vagina. Y lo hacía sin preámbulos, con latigazos furiosos que quemaban, que me hacían llorar hacia adentro, con la boca sellada pero llena de un horror efervescente. Así lo viví durante semanas. El día que me abandonó, llegó el alivio de las cadenas rotas, el aire se volvió ligero, transparente, y la vida dejó de doler. Ahora que que no está, en la laguna de la tranquilidad en la que vivo, me asalta a veces, inesperado, el pinchazo de una aberrante tristeza. Y siento que sobrevive, verdadera, una gota de nostalgia por aquel herpes genital.