El doctor Molina me aseguró que la cicatriz apenas se notaría. Es una operación muy sencilla dijo mientras mis ojos se detenían incrédulos en sus manos gruesas de campesino holandés. Aquellos dedos amorcillados iban a practicar una pequeña incisión en el lado derecho inferior del abdomen para extraer mi apéndice.
Nada podía ser pequeño si intervenía uno solo de sus dedos, pensé de camino al quirófano, con una castaña de acero atravesada en mi garganta y mirando las luces de neón del techo pasar como traviesas de raíles. Dormí y desperté de la anestesia como si ambas cosas formaran parte de la misma acción, dormir y despertar en el mismo instante y el tiempo de la operación succionado hacia otra dimensión.
A los dos días ya estaba de nuevo en casa enfrentándome al que parecía un leve post-operatorio. La herida me molestaba cuando me movía, me picaba y me obligaba a cambiar de postura a menudo. Todo parecía normal hasta el tercer día, en el que una zona rojiza empezó a rodear la herida y unos fuertes pinchazos anunciaban con la contundencia de una sirena de ambulancia, que algo no iba bien.
Esto tiene muy mal aspecto, me dijo el farmacéutico mientras envolvía en papel cebolla una pomada antibiótica que resultó del todo inútil. Al sexto día descubrí que de la herida asomaba lo que parecía un pelo rubio y rizado. Siendo yo moreno y de piel atezada, un cabello rubio era de lo más inquietante, pero más perturbador fue el descubrimiento de que al llegar la noche había crecido hasta alcanzar unos cinco centímetros. Dejé la herida sin apósito y fui acariciando el pelo con suavidad durante toda la noche, como la lengua que vuelve una y otra vez al pedazo de carne atrapado entre los dientes. A la mañana siguiente ya eran varios los cabellos dorados que brotaban de la herida, que empezaba a supurar y presentaba un aspecto purulento. Aquello no podía esperar más, y me presenté en la consulta del doctor, que enarcó sus cejas despeinadas y con gesto preocupado me conminó a ingresar de urgencia para reabrir la sutura aquella misma noche.
La intervención duró más de lo esperado. Seis horas de trabajo de un equipo de varios cirujanos, que según confesaron después, nunca se habían encontrado con un caso remotamente parecido. Los cabellos rubios resultaron ser una larga cabellera, la tuya, Susana. Ahora la guardo enroscada como un nido de cigüeña sobre el armario en el que todavía cuelga la ropa que olvidaste. La cicatrización fue después de la segunda intervención, indolora y muy rápida, en palabras del doctor, impecable.