A la pequeña María, sus
padres nunca le dejan ver las películas de miedo que programan por las noches.
La prohibición le ha afinado el oído hasta el punto de permitirle escuchar
desde la cama con absoluta precisión, los gritos y la música de sobresalto con los que bajo la
sábana ella compone su propio guión.
Anoche
fue algo más allá y cambió la fértil tarea de imaginar, por la emoción palpitante de saltar de la cama sin ser vista. Contuvo la respiración y se deslizó hasta
el salón dispuesta a ver la película en directo. No se perdería ningún detalle.
Desde
detrás del sofá observó y escuchó, inmóvil como un reo, a una mujer que gritaba contra una pared, mientras una mano de guante negro la atacaba con un cuchillo. Los ojos de María quedaron pegados a las
gotas de sangre que resbalaban por la pantalla de la tele apagada.