jueves, 13 de septiembre de 2012

ESCALERA DE VECINOS

Julia de la Rua
Martita gritaba todo el tiempo, pero sobre todo a la hora de la cena. Sus bramidos arrancaban de pozos profundos y negros, trepaban por el patio de luces y se mezclaban con el crepitar de las frituras y el parloteo de las cazuelas. El padre cuidaba de ella, le daba de comer y la limpiaba. Por las noches cuando la ataba para que no se lastimase, ella empezaba a aullar. Tenía 20 años o 40, nadie lo sabía con exactitud. Sólo que era hija única de una mujer que murió al parirla. El padre había llegado con ella hacía unos años y apenas tenía contacto con los vecinos. Era un hombre delgado y silencioso que caminaba con la cabeza gacha, como si sus pensamientos pesaran y fuera incapaz de sostenerlos. Martita formaba parte de la banda sonora de la escalera. De día los gritos de Martita, de noche sus aullidos. Una tarde cesaron los quejidos y el piso quedó muerto. Un silencio denso como engrudo se pegó en las paredes de la escalera. Hasta que en casa empezaron a escucharse extraños lamentos. Sobre todo por las noches. Primero eran murmullos suaves, asordinados. Ahora ya son más fuertes y constantes. A veces me sorprendo con ellos agarrados a la garganta. Mamá se acerca temblando. Sólo me calmo cuando me llama Martita.