Sólo quedaba reordenar las piernas y brazos de nuestros hijos para colocarlos en su sitio, rascar la piel humana de las paredes y barrer los demonios, que hermanados con las moléculas de polvo, se arremolinaban volátiles debajo de la cama. Escanciada la sangre aún caliente en dos copas de plata vieja, brindamos por lo que ya nunca más sería.
Ahora todo tiene una temperatura confusa. El resto de lo que en un tiempo fuimos, los tentáculos de aquella costumbre, que arraigó como árbol tenaz en el muro de un cementerio, señala insistente y sin que nadie se lo pida, el contorno de tu ausencia.