No es una cuestión moral la que me incapacita para la mentira, mentir me revuelve el estómago y me provoca náuseas. La simple idea de hacerlo, enciende mi cara como una antorcha y la barniza con cristales de sudor. Me sucede desde niño. Cuando aparecía algún animal muerto en mi armario, nunca dudaba a la hora de confesarme culpable, y el día que empujé a la abuela por las escaleras, corrí a contárselo a mamá. Lo hice sabiendo que el castigo llegaría en forma de noches de encierro en el gallinero y de ayuno obligado: sólo agua y pan mojado. Por eso insisto en que mi propósito es firme y mi intención decidida: mañana dejaré de matar. Lo repito cada noche como un salmo: mañana dejaré de matar. Pero una y otra vez, despierto a lomos de un destino implacable. Nunca es mañana, siempre sigue siendo hoy.