
“Ay, qué risa, ay qué risa” gritaba el loro Jacobo a todas horas. Fue imposible averiguar quién le enseñó la frase, porque en casa siempre hemos sido de ánimo más bien bajo, nada proclives a dejarnos desbordar por la alegría.
Despotricábamos a menudo del idiota que nos lo regaló, pero pese al incordio de la compañía gritona y monotemática del lorito, jamás pensamos en desprendernos de él. Cada noche, atravesando la gruesa tela negra que cubría su jaula, su “ay, qué risa, ay qué risa” recorría la casa de esquina a esquina, se colaba en nuestras habitaciones como una burla, y convertía nuestros sueños en pesadillas carnavalescas.
No conseguimos que dijera “lorito bonito" ni una vez, sólo que basculara su cabeza y que fuera soltando a cada rato aquella bobada:”Ay qué risa, ay qué risa…”.
Al morir, nos demostró que incluso la tortura genera dependencia, pues quedamos sumidos en una aflicción de lo más inesperada. La abuela logró conmovernos con su llantina y accedimos a incinerarlo para poder después enterrar sus cenizas en el jardín.
Regresando del crematorio, más preocupado por la estabilidad de la urna que por la carretera, papá dio un volantazo que nos empotró en un camión de gran tonelaje. Fue un impacto brutal del que salimos despedidos, las cenizas de Jacobo cayendo como aliño de sal fina sobre nuestros cuerpos inertes. El del lorito, resultó al fin, un sentido del humor premonitorio y de lo más macabro.