
No imaginas cuánto me aburren tus historias del trabajo. Iván me parece el tipo más pesado del planeta. La retransmisión íntegra de vuestras conversaciones en la oficina me resulta anestesiante. ¿No te has dado cuenta de que mientras hablas no dejo de estrangular bostezos’? Nuestros besos han envejecido, Matías. Es lo que envejece más rápido. Y un beso viejo ya no es beso.
Te quiero, eso sí, como a un primo cercano, un hermano de la vida. Pero el amor, Matías, eso ya es otra cosa. Las primeras veces que me hablaste de las tardes de niño en el hipódromo con tu padre, te imaginaba tan bien con tus pantalones cortos y las rodillas tatuadas de tierra. Entonces la felicidad era la promesa de algo que palpitaba en las puntas de los dedos. El niño que fuiste, el que sobrevivía en ti, se abría camino y explotaba en mi nariz burbujas de ternura.
Ahora todo son relecturas de un libro manoseado, el mismo libro una y otra vez. Ya ni siquiera discutimos. Nos hemos acartonado en la costumbre y nos aburrimos. Sólo nos acompañamos en el aburrimiento, nada más. Y no hay peor tristeza que esa, Matías. Yo así, con esa pena que me subió como un mareo y ya no se me bajó más, no quiero vivir. Ya está, ya lo sabes. Ahora me siento mucho mejor.
Bueno, voy a ir borrando el texto, que un día de estos me pillarás con los dedos sobre el teclado y a ver qué te explico. Además se hace tarde y aún tengo que prepararte ese arroz con leche que tanto te gusta, cariño.