miércoles, 5 de noviembre de 2008
EL DENTISTA
Me seco el sudor de las manos en las costuras laterales del pantalón Si me he atrevido a venir es porque desde hace días la raiz de la muela del juicio me está taladrando el maxilar inferior, y persisten en media cabeza los latidos de un dolor apaleado por los calmantes. Los lagrimones caen más por miedo que por otra cosa y la angustia queda atrapada bajo mis párpados cada vez que los cierro. Siento mis diez uñas clavadas sobre el potro de tortura y el dentista urgando con un placer insano, como de violador, en el foco del dolor. Un babero ridículo de papel , el espejito, la sonda dental. El ruidíto de la cánula de aspiración que cuelga del labio como una percha pesada. Enjuagar y escupir. Querría escupirle a la cara pero me contengo, más que nada porque a diferencia de él, voy desarmada. Mmmm...veamos, mumura el torturador de bata blanca acariciándose el mentón, creo que podremos salvarle la muela, pero mucho temo que tendré que extirparle el billete de quinietos euros que lleva incrustado en el paladar.
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12 comentarios:
Ay, qué recuerdos más malos...
me puso la canne de gallina, la verdad es que son unos sádicos...
besos
Lo viste sonreir, verdad? Viste sonreir a ese psicópata, seguro.
Tú tienes una curiosa obsesión con los torturadores, digo con los dentistas, tan prolífica literariamente por otra parte...
Cuando los dentistas y las enfermeras se ponen la mascarilla verde delante de la boca, no puedo evitar acordarme de esas escenas de película en que se acerca el tren y los salteadores ajustan sus pañuelos para cometer el crimen.
Veo que todos coincidimos en la visión siniestra de los dentistas.
Será algo del inconsciente colectivo, tal vez. O que en el fondo la situación para el paciente tiene algo profundamente humillante. Ojalá bastara con describir la visita, escribir sobre ella en lugar de tener que pedir hora y decidirse a acudir de una puta vez, que es lo que me toca a mí ahora...Descuelgo el teléfono y marco.Glups.
Algunas veces (pocas, por suerte, solo cuando no tengo nada mejor que hacer) me da por pensar qué puede llevar a un tipo (o a una tipa, si se quiere agotar la paciencia de los lectores con correcciones políticas lingüísticamente incorrectas) a elegir para sí la profesión de dentista. He descartado pronto la razón más evidente: sadismo. Un sádico que se sometiera voluntariamente a ocho horas diarias de tedio con hilo musical relajante sería un gilipollas, no un perverso. La avaricia se me reveló igualmente como explicación poco convincente: si bien poder extirpar billetes de quinientos euros varias veces al día debe ser un aliciente grande para motivarte a saltar de la cama a las siete menos cuarto de la mañana, afeitarte primorosamente la jeta (¿alguien conoce a un dentista con barba?) y marcharse recién desayunado a perforar caries todo el día, tengo yo para mí que antes o después (más bien antes que después), cualquier persona normal pagaría con gusto los susodichos billetes de quinientos euros para no tener que pasarse el día hurgando entre las babas del resto de la humanidad. Tampoco es profesión agradecida, de esas que uno recuerda con cariño o reverencia por los servicios prestados: antes bien, los dentistas son profesionales temidos, odiados, despreciados por sus semejantes, y no creo que se les escape ese pecado original que arrastran consigo cada vez que -pongamos en un acto social tan instructivo como la inauguración de una exposición de un artista prometedor, rompedor, creador de instalaciones luminosas generadas por diez ordenadores en red emitiendo imágenes que graban desde su cámara de vídeo incorporada a través de otros tantos cañones (que el creador llama beamer) que resbalan blandamente por las altísimas paredes al tiempo que una impresora colgada en lo alto va imprimiendo textos tomados al azar de blogs literarios de calidad reconocida y dejándolos caer en forma de papelitos nevados que planean suavemente sobre las cabezas arrobadas de los presentes, copa en mano- cada vez que, decía, en ese contexto y a punto de preguntar por el precio de la instalación para montarla en su consulta, contestan con sonrisa bobalicona a la pregunta de una mujer de edad indefinida pero de clase y estilo muy definidos, casi hermosa si no fuera tan consciente de hermosura tan personal, que en realidad han sido invitados al asunto porque son dentistas y por tanto potenciales compradores de todo tipo de arte, sobre todo del tipo más espantoso. Y si ni siquiera en una ocasión social tan principal como esta pueden lucir al menos un poco de poderío y respeto, ¿cómo coño es que un ser humano -tipo o tipa, ha quedado reseñado- se le ocurre en algún momento de su más tierna juventud que a él lo que realmente le pide el cuerpo es ser dentista? ¿O acaso la cosa funciona al revés y es la profesión la que elige de entre los más débiles de espíritu y más escasos de imaginación este destino terrible de caries, billetes poderosos y caras rasuradas o maquilladas según el sexo? Reconozco que algunas veces, no muchas, le dedico a la cuestión un par de pensamientos perplejos, pero hasta la fecha no he llegado muy lejos con las respuestas. Prometo seguir intentándolo y dar noticia fiel de todo avance digno de reseña.
(Pido disculpas por mi comentario tan largo: escribir en un rectangulito tan chico como el que se nos ofrece a los comentaristas, te hace perder el sentido de las proporciones.)
No Pedro, no pidas disculpas. Te puedes extender tan largo quepas y quieras en estos lienzos iluminados y regalarnos tanta perplejidad hecha ingenio como gustes. Gracias por tu aportación al enigma de esos extraños seres. No había caído en lo de las barbas, convendría analizarlo en profundidad.
Es curioso eso de pagarle a quien te hace sufrir...
Por otro lado, la lectura de este texto, me trajo el recuerdo de cierta dentista con la que tuve cierta historia; no dolorosa, pero sí amarga.
Un saludo.
¿Por qué son tan caros los dentistas? ¿Por qué si tienes menos para pagar los empastes se ven a leguas, y si tienes pasta te los ponen de cerámica o no sé qué leches y parece que tus dientes son perfectos?? Me rebelo contra los precios de esta profesión, contra los malos ratos que hacen pasar (las inyecciones de anestesia, todos los inventos que te meten en la boca y que no llegas a ver) y contra los dentistas serios que no te van tranquilizando diciendo algo así como: "huy, si esto está perfecto, un pequeño arreglito por aquí, sin dolor, claro, y para tu casita".
Soñar es gratis...
500 euros por sacar una muela? Eso no es un dentista, eso es un atracador de guante blanco (o rojo, en este caso).
A mi el dentista no me da grima ni nada. Total, no puedo hacer nada allí, apoltronado y con la boca abierta, así que me aguanto y que sea lo que Yahveh quiera. Aunque, hubo una vez uno que me dejó medio ciego por la anestesia durante un buen rato, y me asusté un poco.
eso sí, nunca he querido ver aquella película de terror que se titula "El dentista".
Tortuga boba, los dentistas son tan caros porque se consideran un artículo de lujo. Es algo que nunca he entendido. Strongboli, ¿estar con la boca abierta ante un ser cargado de instrumentos de tortura no te da grima? Suerte que tienes, pues...
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