Si antes no muero de corazón roto, el domingo cumpliré dieciseis.Escrito a rotulador sobre el respaldo de un asiento de autobús.
La conocí en Facebook por un amigo común. Hablando con ella por Messenger intimamos algo más y supe que compartíamos pasión por Cortázar y por el cine francés. Esa misma tarde entramos en Skype y hablamos casi toda la noche. Confesamos temores y confidencias hasta que el alba pintó su llegada en la pared. Enamorado del timbre nasal y penetrante de su voz, me confesé en MySpace. La amaba. La sensualidad del movimiento de sus hombros y la mirada triste y enigmática que descubrí en You Tube encendió un foco de deseo inequívoco y febril. Era la mujer perfecta, lo tenía todo: belleza, inteligencia y sensibilidad. La nuestra fue una gran historia de amor a la que me entregué con vehemencia y sin titubeo. Hasta el día del gran apagón.
Al principio fueron las cejas y las dibujé en su sitio con un lápiz azulado. Después fueron mis dientes amontonados. Al poco tiempo desapareció mi sonrisa bobalicona, herencia del abuelo Matías. Cada mañana, el espejo del baño se quedaba un rasgo más. Pieza a pieza y día a día, construía en su superficie, el rostro que se iba borrando en mí. Pestañas y verrugas, ojeras y papada, pasaron una tras otra, de mi cara al espejo, como flechas lanzadas con puntería de arquero medieval. Un día, el bigote que ocultaba mi labio tenue, apenas insinuado bajo mi nariz de payaso, completó la imagen del espejo y quedé libre de rostro. Un óvalo perfecto y sin mácula. Impaciente y con todos los papeles en regla, esperé a la llegada de los agentes de la compañía. Llevaban un muestrario con las propuestas de esta temporada, que según dijeron, contaba con alrededor de trescientos rostros. Me pareció un alrededor muy respetable.
